
La entrega de los premios Oscar podría resumirse en el sutil arte de quedar bien con Dios y el Diablo en el lunario.
La Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas suele moverse en uno de dos sentidos: o se rinde totalmente a una película y le da hasta las llaves de la bodega de escobas, o reparte premios para que todo mundo se vaya a casa feliz y los amen. Eso pasó la noche del domingo.
Hay variables indispensables a tomar en cuenta para entender cómo es la cosa: los Oscares son una mezcla de circunstancias que la mayor parte de las veces trasciende a lo meramente cinematográfico, lo que deviene en decisiones que muy a menudo nos dejan dudando, patinando que dicen.
Allí entra en juego la inversión a futuro. Es darle premios a quienes van en ascenso y serán sus cartas de taquilla en años próximos, y mandar a casa a los/as grandes veteranos/as con las manos vacías (sorry, Glenn) a la espera de darles el lifetime achievement muy pronto. Es mercadeo: congraciarse con nichos de consumidores/as relevantes (récord de mujeres y afroamericanos/as premiados, resumió El País).
Es ser político: patear a Washington (más ahora), promover “minorías” y marcar tendencias futuras, quedar bien con quienes les respaldan política(financiera)mente. También es ser político cuidarse de no levantar demasiada roncha: a ver, que tenemos rednecks y bible-belters que también pagan su boleto en el cine, y que no somos festival europeo o latinoamericano que puede darse el lujo de premiar una película ultravanguardista o cáustica como el cianuro (sorry, Spike).
Por eso muchas veces quedamos dando vueltas cuando esa película tan buena, o esa señorona actriz, o aquel director fantástico se van sin estatuilla, con el Dior, el Ferragamo o el McQueen entre las piernas, y volvé el año entrante a ver si la pegás.
Así que a llorar a otra parte, y nos vamos con la vieja máxima: there’s no business like show business.
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